El capítulo más sangriento de nuestra historia institucional

La conmemoración del golpe de Estado que derrocó al gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón incluye una propuesta de reflexión sobre nuestro pasado reciente. Un ejercicio de racionalidad que no debería limitarse a la repetición de consignas ideológicas ni al congelamiento de la historia, como si esa anunciada usurpación del poder por parte de las Fuerzas Armadas no hubiera tenido pasado ni fuera una referencia decisiva para nuestro presente.

Lo que ocurrió ese día fue el comienzo del último capítulo militar de demolición institucional que había comenzado en 1930, cuando el golpe de José Félix de Uriburu creó un sistema de democracia condicionada y monitoreada, donde los militares se sentían habilitados para evaluar constantemente a los presidentes electos, proscribir a determinados líderes y detener personas sin orden judicial. Lo sufrieron Hipólito Yrigoyen, Ramón Castillo, Juan Domingo Perón, Arturo Frondizi, Arturo Illia y, finalmente, María Estela Martínez de Perón.

En 1976, la democracia parecía herida de muerte. Durante cuatro décadas, la destrucción de las instituciones había generado tensiones alimentadas por el odio que generaron, entre otras causas, la violencia represiva con que actuaron las sucesivas dictaduras, la proscripción de Perón, el surgimiento de la resistencia peronista y la impotencia generalizada (o concesiva) de la dirigencia democrática.

A esto se había sumado la ebullición revolucionaria que se expandía en el tercer mundo y que en la Argentina se puso de manifiesto en protestas masivas, entre las que se destaca el Cordobazo de mayo de 1969.

También surgieron las organizaciones armadas, de las cuales Montoneros y ERP fueron las más notorias, la represión ilegal, con la masacre de Trelew, en 1972, y la Triple A, tras el asesinato de José Rucci. Estos episodios fueron un anticipo.

Este fue el largo preludio de un gobierno militar que aplicó como método represivo el terrorismo de Estado, basado en la creación de centros clandestinos de exterminio, los fusilamientos de prisioneros a mansalva, la desaparición de miles de personas y el robo de bebés nacidos en cautiverio. La instalación de la violencia llevó al país al borde de una guerra con Chile por el conflicto por el canal de Beagle y al frustrado intento de recuperación de las Islas Malvinas. Pero, además, produjo una pésima gestión económica, que no concretó ninguno de los objetivos enunciados por el ministro José Martínez de Hoz y terminó acorralando los dictadores (Jorge Rafael Videla, Roberto Eduardo Viola, Leopoldo Fortunato Galtieri y Reynaldo Bignone) en una espiral inflacionaria.

En los casi 8 años de dictadura, la pobreza se cuadruplicó (del 5% al 19%), se disparó el desempleo y la deuda externa creció de US$9.739 millones a US$45.069 millones.

La derrota militar hizo, finalmente, estallar el hastío de la población. En 1983, el país comenzó a vivir una primavera democrática.

El terrorismo de Estado, puesto al desnudo por la decisión de Raúl Alfonsín, el trabajo de la Conadep y el extraordinario juicio contra las principales figuras de la dictadura, es la característica dominante del período más sanguinario de la historia argentina.

En nuestra violenta historia política, nunca antes, y tampoco después, otro gobierno sistematizó el exterminio. Nunca antes, tampoco, en el mundo, un gobierno democrático había sometido a juicio y condenado a jerarcas de una dictadura, como ocurrió en 1985 en nuestro país.

La aparición de guerrillas rurales y urbanas había sido una novedad en la Argentina del siglo XX, pero la ilegalidad a la que recurrieron los militares en esos años – de gobierno ilegal – no solo buscaba frenar a las organizaciones armadas, sino que se proponía arrasar definitivamente cualquier forma de revolución, aunque fuera sin armas, de características socialistas y latinoamericanistas.

Se trató de un gobierno extremadamente autoritario, que cercenó la libertad de expresión, censuró compulsivamente a la opinión pública y a la prensa e impuso un manto de silencio e inmovilidad política que se volvió agobiante para toda la sociedad. Por cierto, una sociedad que estaba saturada de violencia y de incertidumbre. Ese agotamiento facilitó en 1976 el despliegue de un gobierno violento y dividido, con proyectos, intereses y alineamientos internacionales contrapuestos. Y, además, corrupto. La llegada de la democracia encontró a Massera, que se soñaba líder popular, preso por delitos de perfil mafioso.

El golpe de 1976 no fue la causa de la debacle económica y social de la Argentina, que merece un análisis muy minucioso, pero coincide con sus comienzos.

Ahora, tras casi 40 años de gobiernos surgidos del voto ciudadano, las Fuerzas Armadas desprestigiadas por los discursos, ajenas a la vida política, son valoradas por la gente. Y funcionan como una institución de la república democrática.

Son otros los riesgos amenazan a la democracia. El ataque a la Justicia, que erosiona al sistema desde su raíz, la resignación de soberanía frente al crimen organizado y a grupos violentos que desconocen el estado de Derecho , y el alineamiento con dictaduras anacrónicas y con regímenes autoritarios son indicios de fragilidad institucional y tensiones de alto voltaje.

En tanto, la pobreza, el deterioro laboral, la pérdida de poder adquisitivo del salario y el divorcio de la dirigencia política con las necesidades de la gente son un golpe a la confianza.

Con partidos desdibujados y sin proyecto, la ciudadanía debe ir a votar desilusionada de la política y frente a un escenario poblado de grietas, polémicas y discursos efectistas que no le ofrecen opciones ni expectativas.

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